Hiera la luz a los ciegos de
pensamiento y devoren sus ojos los gusanos hundiéndose entre bocas de carmín
mientras besan los labios de la muerte.
Que revienten los oídos al oír su
nombre y se mofen los pobres de su sangre, derramada entre los restos del
mundo, mientras ríen los cuervos en sus nidos.
Que mantengan erguida su deshonra
sobre un lecho de ceniza y basura, que soporten la carga de sus crímenes
ahogados por el magma de la entraña.
Ya sabes que el dolor que provoca
una quijada al clavarse en el vientre de la madre es mayor si proviene del feto
que duerme mansamente en su regazo.
Sabes que una luna de hormigón
enfría, en silencio, el hierro de los bancos de la plaza y que el sueño de los
niños es una pesadilla de palomas amortajadas.
Sabes que las criaturas de la
noche avanzan silenciosas, las fauces desolladas, hueco el mentón. Es tiempo de
labios secos y ojos de humo.
Has dormido hasta el atardecer y
finalmente te has percatado de que afuera llovía y la lluvia ha acompañado tu
sueño sin saber que en la calle, en las casas, en los colegios, en los
cobertizos y en las madrigueras, despertaba silenciosamente un nuevo día.
Porque las hazañas del arco iris
no son en vano, las palabras se mancharon de los egos, de uniformes, de
inválidos y narcisistas que ahogaron el futuro de las niñas y los niños bajo el
dinero de los bancos, bajo la pesadilla de la estadística y la especulación.
En un abrir y cerrar de ojos
incineramos el recuerdo.
Caminamos descalzos sobre cenizas —aún
vivas— pero acostumbrados al dolor, preferimos acariciar la mano hiriente de
quien nos condena antes que besar el rostro cálido nuestras madres.
Porque las madres se olvidaron un
día de dar el pecho a sus hijos, los padres cambiaron la ternura de los besos
por la frialdad de la bala y el desgarro de la carne en un baño de sangre y
asistimos mudos ante la barbarie.
Amor es un dolor ajeno que oprime al
corazón en tiempos de infografías y balances.
Porque dejamos de acompañar
nuestras vidas con la música adecuada y nos acostumbramos al dictado de la
sociedad de la información mientras el mundo avanzaba y la enfermedad pasó de
ser un problema físico a un problema económico.
Porque no hay calor si la luz no
ilumina nuestros cuerpos ni hay voz sin aliento, ni patria, ni bandera si no
existe sentido de pertenencia. Busca un sol en la sombra y hallarás la
respuesta de por qué no crecen las flores en la penumbra.
Vimos a los pueblos desnudos, esparcidos
sus miembros por el suelo, hiriendo los más bellos paisajes.
Presas de la memoria, nuestras
pupilas visualizan imágenes que son atravesadas por la instantánea de lo
efímero como cometas fugaces.
Como si de un cuerno de marfil se
tratase, abrazamos a la soberbia contenida por los vástagos de la divina
misericordia.
El resultado: un mimbre, apenas
capaz de soportar la carga del beso, tan fino como una hebra de sol, tan frágil
como una muñeca de sal.
Porque la nueva religión se llama
mercado y su dios dinero hace tiempo que dejó de recrear milagros para hacernos
esclavos del papel, de las cifras y de las pequeñas monedas que se pierden en
nuestros bolsillos llenos de nada.
Porque apenas hemos esbozado un
par de alas plateadas para surcar los cielos y creímos que el don que se nos
había dado era el don del progreso sin más que aspirar a la innovación y a la
alegoría del futuro.
Nos inculcaron la palabra y le
dimos forma de cuchillo para clavarla por la espalda.
Porque amor, amor, los cuerpos yacen
en los arriates, en las cunetas y quizás en algunas playas escondidas, los
cuerpos, los huesos y los ánimos de los primeros hombres y mujeres que dieron
los primeros besos en otro tiempo, en otras vidas y probablemente bajo otras
lunas que ya no asoman por temor a la ignorancia.
¿Quién acaricia las hojas de un
árbol del mismo modo que los labios de una mujer o un hombre?
Porque hemos fundido la esperanza
en un canto misericordioso cercano a los altares, hemos bebido el vino hasta
emborracharnos y disfrutado del ágape eterno de la duda, la zozobra y el
cinismo. No hay senderos luminosos ni carreteras hacia la eternidad que purguen
nuestra dejación.
Porque tratamos de igual a igual
al que busca amor, dinero, cariño o trabajo y ante ello nos equivocamos al no
saber apreciar las diferencias entre caricia, beso y herida.
Pequeños demonios devoran el alma
de las rosas. Espinas de sangre bombean sus pechos.
Porque en la noche, mientras los
niños apresan hadas y príncipes en la memoria bajo sus sábanas, nosotros nos
alimentamos del insomnio y la incertidumbre del mañana, más preocupados del
Gran Masturbador que de la Noche Estrellada.
Porque no supimos hacer del Mundo
el hogar de los viejos y los jóvenes, de los negros, los blancos y los
amarillos, de hombres y mujeres que supieran convivir con los pájaros, los
árboles y el río.
Porque no apreciamos la sinfonía
ni el beso del arpa en el aire y caímos rendidos ante la vieja cantinela de la
eterna promesa; Turandot, la deseada Turandot hoy no tiene quien la quiera.
Porque asistimos impertérritos a
la procesión de la mortaja, de los restos de la ciudad, del alma podrida de los
ciudadanos que se envenenaron por beber del cáliz sangrado de las noticias, del
trabajo y la rutina.
Hemos salido a la calle y hemos
mezclado nuestros cuerpos junto a otros cuerpos, besado los labios de la
mentira y roto en mil pedazos el tiempo en los desvelos que han surgido en madrugadas
de sueños imposibles, olvidamos al feto que engendramos en aquel tiempo, la
razón de la placenta y el calor del regazo a cambio del artificio.
Hemos contemplado la puesta de sol
bajo un manto de polución similar a un enjambre de abejas asesinas sobre
aquellos osos que robaron la miel y hemos perdido en el envite, en el esfuerzo
de sortear el golpe, la frescura, la inocencia y la capacidad de reacción.
Porque el camino de vuelta suele
ser el mismo que el de ida y no hay soldados invisibles ni migas de pan que
protejan ni cortejen nuestros cuerpos tras la pérdida de orientación en el
bosque oscuro.
Porque un buen día encerramos
nuestros deseos dentro de una bolsa de tela y los quemamos junto a las hogueras
de San Juan en un rito tan viejo como la creencia en los dioses.
Hemos sentido el tacto áspero de
la mentira y el engaño mientras oíamos recitar a los oradores con su prosa más
amarga y oscura, una loa semejante al sermón de la montaña pero esta vez sin
montaña ni sermón al servicio de prestidigitadores e ilusionistas de la
palabra.
Despreciamos el tacto de las
flores y las manos de nuestras madres, vimos sangrar las comisuras de sus
labios. Lenguas heridas sembraron el cáncer en nuestras bocas.
Hemos sentido la soledad del
atardecer sentados frente al Mundo, observando a los aviones atravesar el
firmamento mientras los pájaros aguardaban en sus nidos y las madres lavaban a
sus hijos por amor a la sangre y la familia.
Porque el milagro del amor es un
asterisco que intenta explicar a pie de página lo que no se puede escribir en
un folio en blanco. Es la espera de un mendigo que se agarra a la muerte como
salvación.
Ya sabes que nos han dejado solos
ante la lluvia, que la flor que sobrevivió a la masacre sólo puede ser
polinizada por el pájaro azul.
Porque cuando la noche venga a
vernos a nuestra cama y pronuncie nuestro nombre junto a Caronte, toda nuestra
vida pasará por delante de nosotros, entonces nos daremos cuenta de que los
huecos que dejamos vacíos sólo el silencio podrá rellenarlos.
Ya sabes que sólo somos demolición
de luz, apenas un parpadeo del que brota el tiempo y la oscuridad.
Nada quedará, carne seca, después
el hueso y finalmente un haz de energía. Nuestros hermanos yacerán inmersos en
un líquido negro, ahogados por sus vómitos.
Estallará un silencio que
disolverá la luz y velará nuestros ojos, entonces seremos felices, germinará el
poema y una gavilla de cuerpos celestes se abrirá paso entre el frío.
Ya sabes.
Lo oscuro es luz.
José Ignacio Montoto
José Ignacio Montoto
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